Por: Isaías López Abundis
Azoyú tiene una vasta historia; ya que se dice que fue fundado en 1486, por una tribu emigrante del reino de Tlachinollan, mismo que había sido conquistado en 1468 por el Imperio Azteca. Con el tiempo llegó a ser cabecera tributaria de varios pueblos en la época colonial, y en 1792 se le otorgó la categoría de cabecera municipal.
No se tienen datos precisos de la aparición de esta leyenda, pero se supone que fue después de la llegada de los frailes Agustinos, quienes en 1533 llegaron a estas tierras a realizar la evangelización de los habitantes de esta región.
Desde entonces, por décadas esta historia fue transmitida de forma oral entre los pobladores de Azoyú y otras comunidades de la región, pero el tiempo la fue desdibujando de la memoria de nuestros antecesores (así se perdieron muchas historias). Sin embargo, hoy empieza a resurgir.
Cierto día, me encontraba en Azoyú, cuando una persona forastera me preguntó que si conocía la leyenda de la sirena, sentí cierta pena al decirle que no, entonces me propuse investigar, y hela aquí: la transcribo con mucho gusto, para que las nuevas generaciones conozcan las viejas leyendas de nuestro pueblo.
“La sirena de Azoyú”
Vox Populi
Cira era una guapa mestiza; a sus 19 años estaba en edad de “merecer”, y es por eso que los pretendientes no le faltaban; sin embargo, a ninguno de ellos les hacía caso, ella se concretaba a ayudar a su madre en las labores del hogar. Ciertamente, su familia no era rica, pero tenía lo suficiente para irla pasando sin sobresaltos, pues su padre era dueño de un terreno y algunas cabezas de ganado vacuno que les ayudaban para vivir sin angustias.
Aquella muchacha sobresalía de entre las demás, pues sus diecinueve años los tenía muy bien distribuidos; tenía un hermoso rostro, sus ojos de color verde aceitunado contrastaban con su piel morena, sus pestañas eran largas y aterciopeladas, sus cejas negras, arqueadas y bien pobladas. Su boca menuda, sus dientes blancos y pequeños parecían estar hechos de acero, su barbilla partida y en las mejillas se le formaban dos coquetos hoyuelos cuando sonreía; su cuello largo y terso le permitía lucir aquella hermosa cabellera de azabache que en forma de rizos se descolgaba por su espalda. Era pues, una digna exponente de la fusión de dos razas.
Su cara no lucía más afeites que los necesarios; sus prendas de vestir eran invariablemente de color blanco, componiéndose de amplia falda y blusa a la usanza de la región; su cabello rizado estaba arreglado de manera sencilla y natural, la coronaba un gracioso moño también de color blanco.
Al caminar podía admirarse la cadencia de su cuerpo, el cual era sostenido por dos bien torneadas piernas; su pecho era turgente y desafiante. A sus atributos físicos se le agregaba su aseo personal siempre bien cuidado, nunca se le veía desaliñada en su vestir, su perfume emanaba de su propio ser, pues siempre olía a mujer recién bañada, a mujer hacendosa y limpia, era sencilla pero hermosa; era por decirlo así, un portento de mujer.
Todos estos atributos la convertían en la mujer más deseada y asediada por los jóvenes (y no tan jóvenes): unos le ofrecían un ventajoso matrimonio, y otros le ofrecían su ferviente amor y su mayor esfuerzo para hacerla eternamente feliz. Ella a ninguno le daba el ansiado sí, como tampoco les desilusionaba con un rotundo no; a todos les seguía la corriente, y con su natural gracia y coquetería los animaba para que no cejaran en sus amorosos intentos.
Había entrado la Semana Santa y en su casa se aprestaban a guardar esa fiesta como lo indicaba la Iglesia Católica, religión adoptada desde que los frailes Agustinos evangelizaron esta región Costa Chica.
Sus padres le habían aconsejado a Cira, que por esos días dejara su arraigada costumbre de bañarse a diario, porque así lo ordenaba la liturgia o la tradición de la religión antes mencionada, pero ella estaba acostumbrada a realizar en su persona una exagerada limpieza; le dijo a sus padres que quizás exageraban, que bañarse tal vez no era un pecado tan grande como ellos le aseguraban.
Así, un Jueves Santo, en un descuido de sus padres, hizo un pequeño bulto donde escondió jabón, estropajo y ropa para cambiarse; se encaminó a toda prisa con rumbo al río, el cual se encontraba completamente solo ya que todos guardaban respetuosamente esos días del sacrificio de Jesús el Nazareno.
Al mirarse sola, la hermosa mestiza se fue despojando de sus prendas hasta quedar completamente desnuda; el agua de aquel río emitía un suave murmullo como invitándola a disfrutar de ella; introdujo sus menudos pies y poco a poco se fue metiendo en una poza que se formaba en la orilla, hasta que el agua le dio a la cintura. De pronto, sintió en sus extremidades inferiores un abrasante e insoportable calor, ¡a pesar de estar dentro del agua! Con desesperación trató de ganar la orilla del río, pero sus piernas no le respondieron; después de varios minutos de lucha intensa, logró sacar medio cuerpo, pero; ¡oh!, grande fue su sorpresa al ver que en lugar de piernas, le había salido una larga cola de pez, ¡se había convertido en Sirena! Dios la había castigado por desobedecer sus mandatos, por no respetar aquellos días Santos.
Cuentan que desde entonces los habitantes de Azoyú le oían cantar tristes melodías cada Sábado de Gloria, también al iniciar la época de lluvias y en la Navidad. Hubo quien aseguraba haberla visto lavando su ropa en las piedras del río, pero que huía en cuanto se daba cuenta de una presencia extraña; la visión era tan fugaz, como si se tratara de un espejismo.
Dicen que por ese mismo río que luego de una larga travesía va a morir al mar en La Barra de Tecoanapa, se desplazaba; y cuentan que atraía con sus dulces cantos a los pescadores, quienes encantados y enamorados, la perseguían tratando de hacerla suya, mas cuando alguno lograba vivir con ella un apasionado romance, lo pagaba con su vida, pues ella lo hundía hasta lo más profundo del mar donde moría ahogado Fin).
Se tiene la creencia que esta leyenda fue un infundio de los religiosos de los primeros tiempos de la evangelización, quienes de esta manera hacían creer a los nativos que si no obedecían los mandatos de Dios, podían convertirse en animales. Fue ésta una forma de lograr la catolización o conversión de la población indígena y mestiza que ya habitaban en este municipio de la Costa Chica.
Suplemento Vidsa y Sicedad, en El Faro de la Costa Chica, 29 de octubre de 2010
sábado, 30 de octubre de 2010
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