jueves, 16 de septiembre de 2010

El Toro recoge las velas de San Nicolás y se prepara velar al santo, en Cuajinicuilapa




Por EDUARDO AÑORVE

En la noche velan al Toro, dicen en la calle; en realidad, velan al santo, le rezan, la bailan, le cantan, cenan y beben en su honor; le tiran cuetes.
En la iglesia suya, la de la cabecera municipal.

Por eso es el Toro de San Nicolás Tolentino, santo que también es patrón de Cuajinicuilapa.

Por la tarde del jueves, unos cuarenta o cincuenta vaqueros, en compañía de niños, niñas, jóvenes, señoras y mirones sabanean al Toro, en un paseo por las calles de Cuaji para recoger las velas que algunos creyentes le ofrendan al santo. Como ha ocurrido en los últimos años, también salieron algunas mujeres de vaqueras; menos mujeres que en otros años, pero están presentes, grandes y pequeñas.

El que está ausente es Patón, que murió hace un año, pero el ciclo de estas fiestas no se detiene sino que se cimbra un poco para acomodarse a esas ausencias notorias y seguir adelante, con su fiesta, con su alegría, con su devoción.

Hay que contar también a los músicos de la banda de viento, que tocan los sones del Toro para alegrar la partida que va en busca de las velas para velar en la noche al santo.

Buenos músicos, y generosos, que se suman a la comitiva del santo, al baile de los vaqueros, al baile del Toro de petate, para proporcionarles a ellos el ritmo para que se muevan y dejen de pasear, para que bailen, para que encarnen un fingido pleito entre cada vaquero y el Toro, el indómito que se llega a encabronar y arremete contra la valla que ellos forman, queriendo irse pal monte.

“Miren pallá,/ miren pacá:/ ahí viene el Toro/ de San Nicolá”, finge esta letra un son lleno de trompeta y trombón, y la memoria la canta, la recrea la disfruta: los vaqueros agarran un pasito alegre, brincadito, ágil.
El Toro también.

Pero no todos los corazones del Toro saben bailar con ligereza, sin pesadez: no solo mover el cuerpo sino también mover los pies, al paso, con el son, y los saltitos al aire, para suspenderse en un reparo que vaya más allá de mover la cabeza hacia arriba y hacia abajo: ahora se trata de quebrar el cuerpo, de latiguearlo para que el toro de petate parezca reparando, repare de verdad como buen toro cimarrón, como mesteño que es.

Hasta ochenta kilos pesa el toro de petate; y un Corazón del Toro debe aguantar no solo el paso ni el baile aquel: la prueba suprema es enfrentarse en batalla fingida con un vaquero, tenga machete de palo o tenga garrocha, sin tambalearse, sin caer.
Fingir el trote del Toro y sus arremetidas; y el vaquero a defenderse, a golpearlo en el lomo, en los costados, en la cabeza; a impedir, el vaquero, que el Toro lo empuje, lo arrincone, lo acorrale, lo empuje y lo tumbe.

Fuerza del Corazón del Toro para batallar con gracia y encanto contra su supuesto rival, el que ha declamado sus parlamentos y ha prometido destrozarlo, derrotarlo, mandarlo al infierno, matarlo, y que lo intenta, agarrando la garrocha con dos manos, arremetiendo contra el animal, empujándolo, buscando hacer que trastabille y caiga al suelo.

Caiga uno o caiga otro, las risas, los retos, los gritos de apoyo, los consejos de los otros vaqueros, las voces de ánimo siempre están prestas, porque todo los presentes están pendientes de estos combates divertidos; y festejan los triunfos y las derrotas, y los empates.

Agua de frutas y flores y cerveza, les obsequian a los vaqueros, o tequila y hasta refrescos, en varias de las casas a donde pasan, donde han pedido que el Toro vaya por allí cuando pase a recoger sus velas.

Con alcohol, los vaqueros se prenden, y se emocionan más al ejecutar sus pasitos, al fingir sus combates; el buen alcohol que alegra la existencia y permite que estos hombres y mujeres se desinhiban, y den lo mejor suyo para disfrute propio y de los mirones.

El Terrón ya anda pedo, y se excede, se quejan.

Entra otro al relevo, para mejor ordenar a los vaqueros, que poco esperan para salirse de la fila o andar echando desmadre sin poner atención a sus cartas toreriles.

Andaban de la greña, el Terrón y la Minga, como buenos marido y mujer que pleitean, pero casi tomando en serio el pleito, lo que atenta contra la convivencia; pero, con el cambio, todo se compone, todo continúa de mejor modo.

Ahora no trae muñeca la Minga, pero se hace acompañar de la Minga Chiquita, una niña con una máscara güera, a contrapelo de las caras de su padre y su madre, negras y brillosas como el tizón recién apagado.

Lo mismo un Terroncito, de unos cuatro años de edad, que se aplica en bailar con gracia y elegancia, y lo logra, animoso, feliz, a pesar del sol, del cansancio, del sudor.

De vez en vez, al llegar a la casa de alguien, donde los regalan con bebidas, todo mundo busca asiento, y se desvisten momentáneamente, saliéndose en ese ratito de sus papeles: los vaqueros se quitan las coletas, los sombreros; los enmascarados se deladean sus máscaras para beber su agua fresca, su refresco, su cerveza.

Las señoras que rezan, los hombres que transportan, por tramos, el estandarte con la estampa de San Nicolás, las madres que acompañan a sus hijos pequeños, los músicos, los amigos, los pegados, los compañeros, toda la comitiva busca la sombra y refrescarse.

Es fiesta: a mirarlos, a las puertas y las ventanas salen los vecinos que están en sus casas; en la calle, se detienen a mirarlos quienes caminan por ahí; el tráfico se detiene y los conductores y sus compañeros, a mirarlos.

En alguna casa, cuetes.

Es la fiesta de San Nicolás, la del pueblo de Cuajinicuilapa, con menos fasto que la de Santiago, pero no menos intensa.

El viernes sabanearán al Toro, a caballo, los vaqueros; capturado, lo llevarán a pasear por cada casa, para ver quién es su dueño, quién reconoce el fierro que tiene el Toro y se haga cargo de pagar los destrozos que ha hecho.

La fiesta está comenzando.

Suplemento vida y Sociedad, en El Faro de la Costa Chica, 10 de septiembre de 2010

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